Imprimir

Generalmente se piensa que hay una discontinuidad entre la vida despierta y el momento en que dormimos. Es cierto que pasar de un pasaje al otro, exige un salto cualitativo, una importante ruptura: la actividad del día nos debe disponer al descanso nocturno, y evidentemente no hacemos lo mismo dormidos que despiertos.

Pero nuestra vida psíquica no reposa, puesto que se desenvuelve en un continuo entre el día y la noche. El sueño es el escenario en el que se representa la actividad psíquica del durmiente. Por tanto soñar es una necesidad de la naturaleza humana.

Se puede decir que la dificultad para dormir, deriva de la dificultad para soñar.

Dormir supone abandonarse a una dimensión psíquica desconocida, imposible de controlar.

Cuando el durmiente se entrega a esa dimensión, permite que su deseo “hable” y se manifieste, y lo hace de manera disfrazada, debiéndose interpretar siempre en el marco de su terapia psicoanalítica.

El soñar es el guardián del dormir, porque soñando, entramos en esa dimensión onírica, morada del deseo. De esa forma dormir conduce a un despertar de otro orden donde reina el deseo.

Para poder entregarse a este proceso, debe interrumpirse la actividad vigil diurna, los pensamientos y cavilaciones. Interrumpir el ciclo de vigilia, para continuar en el ciclo del sueño, y así, volver de nuevo al de vigilia a la mañana siguiente, habiendo descansado.

El insomnio es una defensa contra esa entrega. Es una resistencia, un temor a desvanecerse, no querer entrar en el juego donde el durmiente aparecería como un extraño a su propio pensamiento (a su pensamiento consciente).

Así, se da la aparente paradoja de que el individuo que padece insomnio atenta contra su propio bienestar, y atenta desde un lugar desconocido para sí mismo. Es como si algo se le impusiese contra su voluntad, lo que le genera, entre otras cosas, sentimientos de impotencia.

Por todo esto, el insomne, al no querer entregarse al soñar, no puede dormirse.